Desde la infancia, y sobre todo durante la adolescencia, el sistema nos prepara para que la competitividad forme parte de nuestra vida, vinculando casi siempre el éxito personal al poder económico o, en su defecto, a la frecuencia de aparición en la “caja tonta” o las redes sociales.
Crecemos asimilando la “obligación” de someternos a la encomiable tarea de ganar más y más dinero, bien para dedicarlo al consumo constante de necesidades impostadas (¿de verdad necesitamos otro par de zapatos?), bien para el ahorro sistemático que -en un futuro- nos permitirá satisfacer de nuevo el voraz apetito de posesión. Y así aterrizamos en la juventud y el primer empleo o el primer negocio.
Con un poco de suerte, después de dejarnos la piel en el intento, superamos la ofuscación por conseguir el ansiado e irreal estatus social y “despertamos”. Bajo el influjo de una caduca rebeldía adolescente, creyéndonos más listos que el resto de los mortales, cambiamos el rumbo de nuestra existencia y comprendemos que el tiempo también se compra.
Nos habituamos a vivir con lo justo a cambio de estar en paz con nosotros mismos, hasta que de repente ¡zasca! Un imprevisto hace saltar por los aires nuestra economía y con ella nuestro actual “modus operandi”. Las dudas y la nostalgia de tiempos mejores arrasan con todo justo en el peor momento: cuando nos toca educar en valores a nuestros hijos. ¿Nosotros? ¡Pero si puede que en el fondo no seamos más que nuevos ricos!
Dan ganas de echar a correr. Pero aguantando la embestida con entereza reafirmaremos nuestra decisión y ofreceremos a los niños un ejemplo de pundonor que les será muy útil en su vida adulta. Al fin y al cabo, ¡ni la ciencia sabe lo que vale el tiempo!